¡Feliz Navidad a todos!
El Señor nos da una vez más la gracia de celebrar el misterio de su nacimiento. Cada año, a los pies del Niño que está recostado en el pesebre (cf. Lc2,12), se nos permite mirar nuestra vida a partir de esta luz especial. No es la luz de la gloria de este mundo, sino «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn1,9).
La humildad del Hijo de Dios que viene en nuestra condición humana es para nosotros escuela de adhesión a la realidad. Así como Él elige la pobreza, que no es simplemente ausencia de bienes, sino esencialidad, del mismo modo cada uno de nosotros está llamado a volver a la esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y que puede volverse un impedimento en el camino de santidad. Y este camino de santidad no se negocia.
Pero es importante tener claro que cuando se examina la propia existencia o el tiempo transcurrido, siempre es necesario tener como punto de partida la memoria del bien.
En efecto, sólo cuando somos conscientes del bien que el Señor ha hecho por nosotros somos también capaces de dar un nombre al mal que hemos vivido o sufrido. Ser conscientes de nuestra pobreza sin serlo también del amor de Dios, nos aplastaría. En este sentido, la actitud interior a la que habríamos de dar más importancia es la gratitud.
Muchas cosas sucedieron en este último año y, en primer lugar, queremos decir gracias al Señor por todos los beneficios que nos ha concedido. Pero entre todos estos beneficios esperamos que esté también nuestra conversión, que nunca es un discurso acabado. Lo peor que nos podría pasar es pensar que ya no necesitamos conversión, sea a nivel personal o comunitario.
Convertirse es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es convertirse. Ante el Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual.
La conversión que nos dio el Concilio es la oportunidad de comprender mejor el Evangelio, de hacerlo actual, vivo y operante en este momento histórico. Tal como ha sucedido otras veces en la historia de la Iglesia, también en nuestra época, como comunidad de creyentes, nos hemos sentido llamados a la conversión.
Queridos hermanos y hermanas, denunciar el mal, aun el que se propaga entre nosotros, es demasiado poco. Lo que se debe hacer ante ello es optar por una conversión. La simple denuncia puede hacernos creer que hemos resuelto el problema, pero en realidad lo importante es hacer cambios, de manera que no nos dejemos aprisionar más por las lógicas del mal, que muy a menudo son lógicas mundanas. En este sentido, una de las virtudes más útiles que se ha de practicar es la de la vigilancia.
Finalmente, quisiera reservar una última palabra al tema de la paz. Entre los títulos que el profeta Isaías atribuye al Mesías está el de «Príncipe de la paz» (9,5). Nunca como ahora hemos sentido un gran deseo de paz. Pienso en la martirizada Ucrania, pero también en tantos conflictos que están teniendo lugar en diversas partes del mundo. La guerra y la violencia son siempre un fracaso.
La religión no debe prestarse a alimentar conflictos. El Evangelio es siempre Evangelio de paz, y en nombre de ningún Dios se puede declarar «santa» una guerra. Allí donde reina la muerte, la división, el conflicto, el dolor inocente, nosotros no podemos más que reconocer a Jesús crucificado.
Y en este momento quisiera que nuestro pensamiento se dirigiera precisamente a los que sufren. Vienen en nuestra ayuda las palabras de Dietrich Bonhoeffer, que en la cárcel donde estaba prisionero escribía:
«Desde el punto de vista cristiano, unas navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de fiesta.
Queridos hermanos y hermanas, la cultura de la paz no sólo se construye entre los pueblos y las naciones, sino que comienza en el corazón de cada uno de nosotros. Mientras sufrimos por los estragos que causan las guerras y la violencia, podemos y debemos dar nuestra contribución en favor de la paz tratando de extirpar de nuestro corazón toda raíz de odio y resentimiento respecto a los hermanos y las hermanas que viven junto a nosotros.
Sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo» (4,31-32). Podemos preguntarnos: ¿Cuánta amargura hay en nuestro corazón? ¿Qué es lo que la alimenta? ¿Qué es lo que causa la ira que muy a menudo crea distancias entre nosotros y alimenta rabia y resentimiento? ¿Por qué los insultos, en cualquiera de sus formas, se vuelven el único modo que tenemos para hablar de la realidad?
Si es verdad que queremos que el clamor de la guerra cese dando lugar a la paz, entonces que cada uno comience desde sí mismo. San Pablo nos dice claramente que la benevolencia, la misericordia y el perdón son la medicina que tenemos para construir la paz.
Por último, el perdón significa conceder siempre otra oportunidad, es decir, comprender que uno se hace santo a base de intentos. Dios hace así con cada uno de nosotros, nos perdona siempre, vuelve a ponernos siempre en pie y nos da aún otra oportunidad. Entre nosotros debe ser así. Hermanos y hermanas, Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
¡Les deseo a todos una feliz Navidad! Y una vez más les pido que no se olviden de rezar por mí. ¡Gracias!
PAPA FRANCISCO
Toda la comunidad educativa del colegio Nuestra Señora del Remedio os desea:
¡¡¡Feliz Navidad y próspero año 2023!!!